Pocos
discutirán que es privilegio del lector, aunque no sea realmente derecho del
crítico, conformar su propio libro, a partir del que el autor ha propuesto. En
cierto modo, se podría decir que el autor propone y el lector dispone. El
lector (me permitiré corregir a Vicente Huidobro) es un pequeño dios. Me
dedicaré ahora, entonces, a hablar como lector. Parte de esta apacible tarea de
leer, ya que no de hacer crítica literaria, es la de elegir por dónde empezar
el libro, considerando que no se trata de una novela o de un tratado que haya
que leer siguiendo un orden determinado. Yo empiezo leyendo este libro, La voz, de Stella Ponce, por el poema
que dice:
como si fuera un
estanque en el que cada molécula de agua
ejecutara su música en
las partituras de la luz
un estanque con hojas
amarillas en figuras rítmicas
destellos de plata y
silencios verdes
agua en conjunción de
luz
filtrándose en las
estrías del aire
una melodía
persistente
que se va y vuelve y
no se sabe
desde cuándo o hasta
dónde
en esa manera
obstinada de estar
como el cielo de las
cinco que insiste tan celeste
junto al acecho de
sombras en la luz blanca
Ese
poema está hecho con palabras que resuenan en mí y que me hacen imaginar; me hacen
ver lo que nombran; la palabra “molécula” me parece deliciosamente puesta en el
verso o versículo:
como si fuera un
estanque en el que cada molécula de agua
ejecutara su música en
las partituras de la luz
Me
agrada también que el poema empiece con un giro comparativo, que incluye lo
imaginario, lo hipotético: “como si fuera…” Me gusta que la poesía nos invite a
soñar, a despegarnos de lo previsible. Y el giro “como si fuera…” me despega
sencilla y fácilmente del suelo, y me invita a mirar el agua (o algo, la música
tal vez, una música como aquella pieza de Debussy que se llama Reflets dans l’eau, “Reflejos en el
agua”, que sin duda se parece íntimamente al agua de un estanque agitado por la
luz) del mismo modo en que yo la miraba cuando no sabía su nombre. Quizá uno
querría que todo se quede ahí: en esa comparación hipotética, que aunque
compleja, comunica una sensación única; porque no es verdad que vemos el agua,
después la luz, y que enseguida el juego de la luz en el agua nos evoca una
música, y finalmente nos convida a pensar que las moléculas del agua leen las
partituras de la luz donde esa música está escrita: al leer estos dos versos,
siento que todas las palabras se funden en una sola transparencia amorosa, como
si (como si, de nuevo) dejaran de ser palabras, o de ser meramente palabras, y
cedieran su lugar a la imagen; o como si las palabras, por un milagro
inesperado, libres de la opacidad a que las condena el uso y el abuso de todos
los días, recobraran la transparencia de la infancia.
Decía
que tal vez querríamos que todo se quedara ahí; es la lánguida sensación del
duque Orsino, en la comedia de Shakespeare: “¡Ese acorde, de nuevo! Tenía una
muriente cadencia; ¡oh, venía a mi oído como el dulce sonido que respira sobre
un bancal de violetas, robando y dando aroma!” Sin embargo, al mismo tiempo, el
ojo anhela leer más, el corazón sigue latiendo y el espíritu inquieto busca
otras líneas. Las otras líneas están y no rompen el encantamiento de las dos
primeras. En el pareado que sigue, persiste la conjunción de sensaciones: el
oído y el ojo se confunden, la visión y la música:
un estanque con hojas
amarillas en figuras rítmicas
destellos de plata y
silencios verdes
Sí:
hay hojas amarillas que forman figuras, y esas figuras tienen un ritmo; lo cual
está bien, porque ritmo a partir de
Platón significa “la forma del movimiento”. Y también hay destellos de plata
(la luz que espejea en al agua) y silencios verdes… Los dos versos que siguen
nos confirman, nos hacen saber que no estábamos equivocados:
agua en conjunción de
luz
filtrándose en las
estrías del aire
Se
trata, en efecto, de una conjunción.
El lenguaje es sucesivo, enseña Borges, pero las sensaciones complejas son
simultáneas. Me quiero desviar, porque la lectura placentera es errática y sin
ley, a un fragmento de El tamaño de mi
esperanza, donde se lee esto:
Una visión
de cielo agreste, ese olor como de resignación que alientan los campos, la
acrimonia gustosa del tabaco enardeciendo la garganta, el viento largo
flagelando nuestro camino, y la sumisa rectitud de un bastón ofreciéndose a
nuestros dedos, caben aunados en cualquier conciencia, casi de golpe. El
lenguaje es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo.
Dicho sea con otras palabras: los sustantivos se los inventamos a la realidad.
Palpamos un redondel, vemos un montoncito de luz color de madrugada, un
cosquilleo nos alegra la boca, y mentimos que esas tres cosas heterogéneas son
una sola y que se llama naranja.
En
este párrafo, Borges expone las dos caras del fenómeno: primero nos dice que
muchas cosas diferentes se unen, se aúnan en la conciencia, todas al mismo
tiempo (la visión del cielo, el olor del campo, la acrimonia del tabaco,
etcétera); después leemos que no existe tal cosa como una naranja, sino que
existe el redondel, existe el color anaranjado como el de una madrugada, existe
el cosquilleo alegre en las papilas gustativas. Ocurre que para la primera suma
de sensaciones no existe todavía un sustantivo; para la segunda, sí. Pero una
vez creada, la palabra naranja puede (puede, aunque no siempre lo hace) evocar
todas esas sensaciones que se funden en una sola cosa cuando cortamos un
redondel anaranjado, lo exprimimos y probamos el jugo.
Es obvio que ningún poeta tiene
necesidad de haber leído estas notas sobre filosofía del lenguaje para
comprender y plasmar una sinestesia. Basta con dejarse llevar; dejarse llevar
por las sensaciones, pero más todavía por el lenguaje; el lenguaje fue infancia
y vuelve a ser infancia, precisamente en la poesía. Las palabras nos llevarán
de la mano, si nos dejamos llevar. Ahora bien, poeta no es sólo quien se deja
llevar, sino quien vigila el derrotero; nos encontramos, a mitad del poema, con
la resolución de la incógnita, es decir, con el primer término de la comparación.
Porque el poema empieza, ya lo sabemos, con una comparación, con aquel “como si
fuera…” que tanto nos había gustado. Y ahora, en mitad del texto, está la
declaración de la analogía. Lo que se parece, lo que es casi como “un estanque
en el que cada molécula de agua ejecutara su música en las partituras de la
luz” es precisamente una melodía:
una melodía
persistente
que se va y vuelve y
no se sabe
desde cuándo o hasta
dónde
en esa manera
obstinada de estar
Este es el “núcleo duro” del poema,
donde está lo que persiste, lo que se obstina: la frase se organiza
prescindiendo del verbo principal, para dejar mejor la sensación de lo que no
pasa, de lo que allí está, obstinadamente, aunque yendo y viniendo, porque es
melodía que transcurre; transcurre, pero no pasa... Y enseguida viene el cierre
del poema:
como el cielo de las
cinco que insiste tan celeste
junto al acecho de
sombras en la luz blanca
En fin, el tiempo ha pasado; el
estanque matinal y sus moléculas de agua que leían partituras de luz, ahora
sienten el acecho de las sombras, aunque el cielo de las cinco insiste; el
cielo insiste, la melodía persiste. El cielo se oscurecerá fatalmente, se hará
noche, la melodía quiere perdurar, quiere vencer la fugacidad. Por eso al
comienzo del libro hay una frase suelta que dice: “La percepción es una
estrella fugaz que dura”.
Hablé, un poco al pasar, de la
sinestesia, de la compenetración de un sentido en otro. En la infancia, las
percepciones no están claramente diferenciadas; seguramente el lenguaje nos
ayuda a separarlas, a imponer fronteras entre una y otro; de este modo, la
poesía, que tiende a la amalgama de sensaciones, nos restituye a la experiencia
primordial. Este libro quiere conjugar la voz y la mirada, ya en el diálogo de
título y subtítulo (La voz – Poemas del
caleidoscopio) y luego en el texto que le sirve de prólogo, donde se lee:
El caleidoscopio como un microscopio, o susurrador, o
tubo de ensayo para almacenar sensaciones en un archivo palpable. Experimentos
de laboratorio con el ojo y el oído, para crear.
Por ese aparato descubrí, en lo cotidiano, que
las cosas tienen una voz, algo que decir o cantar o callar. El caleidoscopio:
cajita de música. Sólo bastaba dar cuerda a las palabras.
Un ejemplo muy claro de lo que dije
antes (lo de dejarse llevar por las palabras, pero al mismo tiempo vigilar el
derrotero) está en el poema breve que se llama “Ángel de la guarda”:
la
tarde se guarece del desamparo
encuentra
un ángel en el borde de la noche
mientras
nosotros, en silencio,
nos
guarecemos en la quietud de un nido
en
la guarida de un abrazo
En el primer verso hay un verbo, guarecer, que tiene la misma raíz que la
palabra clave del último, guarida.
Ambos vienen de un verbo antiguo, de origen germánico, que es guarir, que significa proteger, pero al
mismo tiempo curar a un enfermo. Digo otra vez que no hace falta buscar las
etimologías en el diccionario; basta con apoyar el oído en el corazón
palpitante del idioma, donde están todos los secretos bien guardados, bien
protegidos. Este poema, por otra parte, es en cierto sentido excepcional,
porque admite un principio de confesión. En general Stella Ponce esquiva la
confesión, y creo que es por un pudor natural, por un deseo de ocultar (de
proteger, de defender) lo que es íntimo. En el poema que sigue al que acabo de
leer, uno cree entrever el reverso del anterior; en lugar del abrazo que
protegía, que guarecía, ahora hay un silencio y una sombra que invaden la
noche. Se titula “Eclipse”:
ganan
las sombras a la luz
gana
el silencio a las palabras
mientras
la luna, molusco solitario,
sofoca
restos de sepia en las tintas de la noche
y
mi voz es un aire íntimo que te nombra
mientras
tu nombre se apaga, de a poco,
en
círculos, sobre el cielo del olvido.
El lector siente que hay aquí una
confesión, pero velada, o mejor, apenas insinuada; la voz poética no refiere,
no relata, no da detalles del ser humano que la sostiene, o que ella habita. La
pena latente se resuelve en imágenes que confluyen. La luna se diluye en las
tintas de la noche, como un solitario molusco (imagen sorprendente; imagen que
busca, más que la belleza, la precisión conceptual: el lector piensa en esas
formas que salen del mar y se disuelven sobre la playa, pero enseguida, la
palabra “tintas” hace pensar en esos calamares o pulpos que sueltan un chorro
oscuro para mimetizarse…). Así también el nombre, apenas pronunciado por la
voz, por el aire íntimo de la voz, se apaga como el rostro de la luna en ese
cielo entintado de olvido.
Este libro, que yo,
irresponsablemente, como lector hedónico, he estado abriendo aquí y allá, ha
sido pensado sin embargo con un criterio de composición o de arquitectura
musical. Tiene cinco partes, que se llaman “giros”, marcadas cada una con una
indicación musical. El primero dice Adagio, el segundo Andante, el tercero
Moderato, el cuarto Rallentando y el último Ad libitum. Salvo el último, que
nos deja hacer lo que nos plazca, las indicaciones, todas, sugieren lentitud,
morosa y detenida contemplación.
Es
hora pues, para este lector hedónico y un poco despreocupado, de aceptar, con
toda humildad, el lugar de crítico que según creo se espera de mí. Leer no es
siempre, ni solamente, sentir afinidad y reconocimiento; también es, con alguna
frecuencia, verse frente a los propios límites. Leer es, no pocas veces, verse
incitado a ir más allá de los gustos y preferencias que el hábito ha asentado
en nosotros, incluso tratar de entender lo que no entendemos. La presencia de
una estética que nos resulta ajena tiene algo de paradójico, y a la larga, de
saludable. La paradoja es semejante a la que se encuentra en el Menón platónico; el sofista le propone a
Sócrates el siguiente problema: ¿cómo podemos conocer, si no queremos averiguar
lo ya conocido, y a lo desconocido no podemos acceder porque no sabemos adónde
ir a buscarlo? La respuesta de Sócrates es famosa: el alma, dice, es inmortal;
ya ha vivido muchas veces en otros cuerpos, y en esas vidas anteriores ha
aprendido todas las cosas. De tal modo, al encontrarse con algo desconocido,
siente el deseo de aprenderlo, y al iniciar el proceso, se despierta en ella la
reminiscencia de lo que en otras vidas aprendió. Esta sensación de anámnesis es lo que hermana la
experiencia del arte con el aprendizaje de las cosas elementales de la vida: el
dolor, el deseo, el temor, el rencor, el enamoramiento, el vértigo, la rabia,
la amistad, la alegría. La emoción que despierta la poesía se parece, así, a un
aprendizaje que es al mismo tiempo remembranza, o como mejor dijo Shakespeare, remembrance of things past. También uno
espera y agradece el verso distinto y pleno, el verso que siente íntimamente,
pero que sabe que no podría haber escrito.
Si alguien me pidiera que
caracterizara en pocos rasgos la estética presente en este libro, como en otros
de Stella, daría las notas siguientes. Ante todo, una especial atención a lo
menudo, a lo que suele pasar inadvertido: los insectos y los moluscos del
jardín, las semillas, las frutas, las maderas, las escenas o situaciones
cotidianas en que las personas no solemos reparar: el acto de morder una
frutilla, el acto de regar las plantas, el acto de escuchar música, el acto de
escribir, retazos de conversación que repentinamente se vuelven significativos;
o también, la concentración obsesiva de la mirada en un objeto cualquiera, en
una taza de té, cuando no podemos soportar la angustia; la sensación viscosa
del recuerdo inquietante que no se va; el deseo que no nos deja conciliar el
sueño o que hace larga la espera. La segunda nota es una persistente tendencia
a la comparación e incluso a la alegoría: es muy frecuente que de esa
contemplación de lo menudo se pase a extraer de la imagen una alegoría de orden
moral. Y la tercera nota es un lenguaje que se quiere llano, que se presenta
como naciendo de una frase de todos los días y que lenta, casi secretamente, busca
el relieve retórico que lo saca de su llaneza. No obstante, en este libro me
llaman la atención sobre todo algunos poemas que se despegan de la descripción
que he hecho, que buscan otros temas y otra forma de ascender a lo poético.
Leeré primero dos ejemplos que me
parece representativos del estilo habitual del libro, y luego otros dos de los
que se salen de esa suerte de norma. Ya sabemos, lo dijo Darío, que el arte no
es un conjunto de normas sino una armonía de caprichos.
El primer ejemplo se titula:
Caracoles
si
de un caracol se tratara
la
incertidumbre sería saber
para
qué esa casa
de
la que no hay mudanza posible:
sedentarismo
de un cuerpo nómade
¿pero
qué hacer
con
la humana incertidumbre
de
llevar el cuerpo a cuestas
y
no encontrar el rumbo
fuera
de esa huella plateada y viscosa
donde
todo se adhiere
y
el pasado deja su marca indeleble?
El segundo ejemplo que ofrezco se
llama:
Germinadores de la Maga
sobre la mesa
en el interior del
frasco
hay semillas que miran
la luz
yo arrojo unas gotas
de agua
y las cubro con
palabras
para que esa lluvia
mínima
las haga volar de la
galera
Antes de leer los dos últimos
ejemplos (ejemplos del tipo que considero “excepcional”, en todo caso porque yo
los separo y elijo, porque yo hago de ellos mi propia excepción) quiero decir
algo sobre lo que entiendo es el propósito general de este libro de poesía.
El error capital de la crítica es
buscar en un libro algo que el autor nunca se propuso. Cometer ese error es muy
fácil, en primer lugar, porque el crítico es una persona y no puede dejarse de
lado, y luego, porque determinar lo que el autor se ha propuesto no suele ser
tarea sencilla. Con todo, el deber del crítico es intentar aquel regard éloigné, aquella mirada alejada
que Levi-Strauss preconizaba como lema de la indagación etnológica. Una mirada
que al menos trate de conjurar los prejuicios y quiera llegar lealmente, si no
al corazón de la obra, que por escondido puede estar fuera de nuestro alcance,
al menos lo bastante cerca de él para percibir su pulso, o mejor todavía, su
ritmo.
Un libro de poesía puede tener
propósitos muy diversos: puede estar hecho para conmover al lector, para buscar
su emoción, para hacerlo llorar, para hacerlo temblar o –más raramente– reír. A
veces espera la sorpresa, la admiración, el aplauso. A veces quiere hacernos
meditar o contemplar. Creo que este último caso es el de La voz. Es un libro que invita a la contemplación de los seres,
muchas veces pequeños, mínimos, casi imperceptibles, que pueblan el mundo, y a
la meditación sobre los lazos y vínculos secretos que existen entre algunos de
esos seres, o entre ellos y nosotros. Deliberadamente digo que tal es, a mi
entender, el propósito del libro; no digo que tal haya sido el propósito de
Stella al escribirlo, porque la poesía no suele nacer de un propósito
consciente, de un fin preciso y deliberado, sino más bien de un impulso, de una
vaga intuición que busca abrirse paso, como dice tan bellamente Lucrecio, a las
riberas de la luz. El propósito, sin embargo, es algo que el lector atribuye a
la obra publicada, o cree encontrar en ella, aun cuando el autor mismo no lo
haya visto ni entrevisto. Esto suele ser, además, uno de los efectos que
permiten la perduración de los libros. Si un libro se limitara a cubrir un
propósito consciente del autor, podría llegar a venderse bien, pero tendría los
días contados. Sería superficial, respondería a la opinión o al mercado, no
aspiraría a ser literatura, aspiraría a lo sumo a convertirse en dinero o en
fama, esas cosas volátiles.
La voz se propone, creo yo, comunicar una
experiencia de las cosas y de la vida, incluida en ésta la propia escritura. La
comunica llanamente, sin grandes estridencias, aunque alzando a veces la voz
trémula, y aquí sí con súbita y delicada emoción, a la música, al canto.
Hay todavía otra pregunta que creo
relevante, y es si este libro interviene de algún modo en los debates de
nuestra época. La pregunta, así planteada, puede parecer capciosa, así que voy
a tratar de precisarla. Desde luego, hay infinidad de cuestiones que nuestra
época plantea, y quizá pese a todo no haya demasiado debate, o diálogo, sino
más bien (como dice mi querido amigo Pablo Anadón) monólogos paralelos. Pese a
todo eso, quizá la cuestión que más fuerza tiene es la siguiente: “¿Cuál es la
mejor manera de vivir?” Es una pregunta ética, sin duda, pero también estética,
en el sentido etimológico de la palabra. Nos preguntamos cómo percibimos la
vida y cómo la sobrellevamos o cómo la promovemos. A esta pregunta más o menos
persistente creo que responde, con gravedad y extrema dulzura, el primer poema
de estos dos últimos que pienso leer esta tarde. Es el primero de la serie
“Poemas con manzanas” y se titula
Hadas y manzanas
El
castillito es la réplica de otro que fue y ellas repiten
a
las que dejaron su aura en la cocina. Pelan manzanas
a
la luz de la tarde en un silencio de otra época.
Las
ollas exhalan un olor amarillo a mermelada. La foto
congela
a las hadas alrededor de la mesa.
Probar
el paste es entrar al pasillo de la infancia.
Voy
a leerles ahora, para cerrar, un poema que me ha conmovido especialmente y se
titula:
Diálogos de Babel
Se
necesitan dos para conocer a uno.
Gregory Bateson
¿Acaso
podrías hablarme de alguna manera aunque fuese extraña
aunque
no entendiera y no para entrar en vos
por
una delgada cuerda que fuera el puente
sino
para salir de mí más allá del foso que rodea esta muralla?
las
palabras se esmeran en construirnos
espero
tu voz como se espera una señal del cielo,
el
sol después de la lluvia, una señal que nos adentrara
si
fuese necesario, en un río de aguas turbias,
donde
nuestras sombras pudiesen nadar
sin
cuidados extremos y al menos los reflejos
de
esos movimientos libres hablaran por los dos
las
palabras también se esmeran en disolvernos
y
si eso no fuera posible, confío entonces en el silencio
que
es paciente, y no es mudez sino mudanza
de
las cosas que de a poco se mueven en su sitio